Chloé Zhao hace historia en los premios de Hollywood Aún quedará alguna gala más de premios, pero con los Oscar del pasado domingo se da por clausurada la temporada más rara de la historia del cine, marcada por la pandemia que provocó el obvio cierre de salas. Fue una ceremonia que, formalmente, arrancó bien, con un buen decorado para las entrevistas previas y que se quitó de encima las canciones (este año no era muy vibrantes). No estaban nominadas las dos películas que, personalmente, más me gustaron el año pasado: First Cow, de Kelly Reichardt, y Nunca, casi nunca, a veces, siempre, de Eliza Hittman, por no olvidar The Assistant, de Kitty Green. Pero los premios a Nomadland, a Chloé Zhao, a Anthony Hopkins, a Frances McDormand, a Otra ronda, a los guiones de El padre y de Una joven prometedora, a Daniel Kaluuya... Todo encajó. Todo, excepto la ceremonia. Soderbergh, coproductor de la gala, prometió una película, en cambio entregó una retransmisión sin gracia. Se la jugó a varias cartas, y todo le salió mal. No había presentador, cuando era más necesario que nunca: la labor de Antonio Banderas en los Goya, impecable, se revaloriza aún más en la comparación con los Oscar. Se la jugó a no dar el premio a mejor película el último, y cerrar con los galardones a mejor actriz y actor. ¿Por qué? Porque los productores de la gala pensaron que por primera vez habría cuatro intérpretes no caucásicos con el galardón, y que acabaría con un homenaje al fallecido Chadwick Boseman cuando su viuda agradeciera el trofeo obtenido por La madre del blues. No fue así. Ganó McDormand y Phoenix se comió el marrón de la noche: anunciar la victoria de Hopkins que, como la Academia se había negado a hacer un zoom desde Gales (estaba de visita allí a su pueblo natal), estaba en esos momentos durmiendo plácidamente. Phoenix soltó eso de la Academia recoge en nombre de Hopkins la estatuilla, y final abrupto. ¿Qué se les pasó a los organizadores? Pues que no se fijaron en las pistas del año pasado. En los últimos tiempos, la Academia ha invitado a ser miembros a una profusión de cineastas no estadounidenses, que votan de manera muy distinta a la de los locales. Hace dos años no ganó Roma, de Alfonso Cuarón, pero en 2020 sí dio la campanada Parásitos, de Bong Joon-ho. Ahí estaba la señal de que había caído la última frontera, la del triunfo de una película no hablada en inglés en el premio principal, y que había aumentado el peso de los votos de los extranjeros. Boseman era muy popular en su país, pero no tanto fuera de EE UU. Podemos intuir que, llevando la contraria al muchos de los galardones previos, esos cineastas extranjeros apostaron por McDormand y Hopkins (los Bafta británicos sirven como guía a esa elucubración), y el fin de fiesta fue justo en el resultado, pero con un anticlímax descomunal. Hubiera estado bien, que en vez del In Memoriam con 96 rostros, la gala hubiera tenido tres bloques, articulados alrededor de tres generaciones distintas y tres Hollywood diversos: Olivia de Havilland, Sean Connery y Chadwick Boseman habrían sido los tres epicentros de cada uno de los bloques. Volviendo al inicio de la disertación: Soderbergh, uno de los más listos del cine mundial, esta vez falló en su órdago. Y entre las historias más allá de los Oscar, tres curiosas: la subasta de objetos de Vivien Leigh, que había coleccionado desde que conoció a la actriz una cinéfila barcelonesa; una entrevista con Ernesto Alterio, que se encuentra en su Buenos Aires natal rodando la serie Santa Evita, y que desde allí reflexiona sobre sus ancestros y su identidad; y una charla con el escritor Patrick Ness, especializado en literatura juvenil, autor de Chaos Walking (cuya desastrosa adaptación llega hoy a los cines) y de Un monstruo viene a verme, que llevó al cine Juan Antonio Bayona de forma sobresaliente. Para todos, un fuerte abrazo. Gregorio Belinchón |
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